La filosofía que no se resigna a impuros manipuleos peligra satisfacerse sólo a sí misma. Fascinada por la precisión que logra al obedecer a estrictas normas técnicas, suele escoger con habilidad los problemas que le conviene afrontar. La importancia que les atribuye,o la urgencia que les concede, no admiten más criterio que la docilidad con la cual los problemas se someten a las exigencias del método celosamente elaborado.
Sorda, así, al enigma que la invoca desde la penumbra cotidiana, la filosofía desadvierte la interrogación opaca, inmoble y tosca, para rendirse ala ambición de soluciones elegantes y precisas.Sus pretensiones a un escrupuloso rigor de raciocinio corrompen esta filosofía más codiciosa de ser sutil que profunda, y más ingeniosa que obstinada.
La filosofía se enriquece a costa del abandono de la vida. El hombre, expoliado de sus naturales instrumentos por esa limitación ambiciosa, víctima inmolada a una estéril victoria, acepta como solución a sus problemas más urgentes la estructura en que se equilibran las presiones ejercidas por broznos resabios primitivos.
Sin embargo nuestra condición terrestre no tolera que el hombre desdeñe los problemas que descarta una filosofía envanecida con su integridad y su pureza;-si la filosofía claudica, los instintos desuncidos imperan con ingenua petulancia. La filosofía no puede ser solamente lucero de nocturnas vigilias.
Para salvaguardarse de sus peligrosos triunfos, conviene que la filosofía acometa la meditación de lugares comunes. Este es el precio de su sanidad, y de la nuestra.
En verdad nada más imprudente y necio que el común desdén del lugar común.
Sin duda los lugares comunes enuncian proposiciones triviales, pero desdeñados como meros tópicos es confundir las soluciones insuficientes que proponen con las interrogaciones auténticas que incansablemente reiteran. Los lugares comunes no formulan las verdades de cualquiera, sino los problemas de todos.La sabiduría que la humanidad condensa en sus lugares comunes no es tanto la suma de sus aciertos,como la experiencia de sus inquietudes. Lo que el lugar común nos aporta es la evidencia de un problema, la incansable constancia de una interpelación permanente.
Si caminásemos sobre un suelo estable, hacia una clara meta, los lugares comunes serían la doctrina certera del hombre; pero, en la estepa movediza,los lugares comunes recuerdan, a las generaciones nuevas, la universal tribulación de las generaciones pretéritas. La misma trivialidad de las soluciones nos mantiene, con saña tenaz, inmóviles ante la gravedad de los problemas que esconden.
La inmemorial reiteración de una fórmula insulsa sólo puede obedecer a exigencias profundas.
Podemos discutir la validez de una solución aun cuando la ampare un acatamiento universal, pero la universalidad de un problema basta para probar su importancia, y el escepticismo mejor armado sólo puede lograr el traslado de su colocación aparente a su sitio verdadero.
Cualquiera que sea el disfraz que revista, el lugar común es una invitación tácita a cavar en su recinto.